La meditación es la vía que algunas tradiciones religiosas, en particular el budismo, utilizan para evolucionar espiritualmente. En todo caso la meditación está íntimamente ligada a las acciones de la vida cotidiana. Philip Kapleau, maestro de meditación zen, dice que la verdadera práctica del zen implica no dejar las luces encendidas cuando no hace falta, no dejar correr el agua del grifo innecesariamente, nunca dejar un trozo de alimento sin comer. No se trata de hacer estas cosas por temor al cambio climático o por ahorrar dinero o para cumplir obligaciones legales, sino sencillamente porque es lo más razonable, lo juicioso, lo que nuestra conciencia nos dicta. La meditación nos ayuda a mantener la atención centrada y la conciencia despierta.
Meditar es dejar de prestar atención a la mente errática que, continuamente genera opiniones, emite prejuicios, se asusta sin motivo, se preocupa, hace valoraciones sin fundamento..., desgastando inútilmente gran parte de nuestra energía.
Meditar es permitir que la mente se sumerja en ese espacio vital que queda entre las palabras, entre las notas musicales, entre las imágenes, para que repose en el silencio, para que se apacigüen los impulsos emocionales que ofuscan la objetividad del pensamiento.
Meditar es aprender a silenciar la mente consciente y contemplar, sólo contemplar, el flujo de la mente inconsciente. Esto proporciona una menor agitación y mayor lucidez, porque mejora el razonamiento y afina la intuición, las dos grandes capacidades del cerebro. En ese espacio de silencio interior, los condicionamientos culturales, sociales, religiosos, ideológicos... que alimentan la discriminación, la dualidad y el rechazo, dejan paso a una mejor comprensión de la unidad común que nos identifica.
Dejamos de vernos y actuar condicionados por ser miembros de una raza, una nación, una comunidad religiosa o una clase social, y percibimos con mayor claridad que en realidad somos seres humanos, que formamos parte de la naturaleza, que tenemos los mismos órganos y código genético.
Hay muchas escuelas y técnicas de meditación, pero conviene no olvidar que meditar es algo sencillo, a pesar de que a veces se presente en formatos complejos, rebuscados y exóticos. Procurarse un entorno cálido, confortable o incluso establecer un pequeño ritual, puede ayudar a crear condiciones favorables para meditar; pero apegarse a las formas, precisar de complicadas fórmulas o someterse a irracionales disciplinas, no es compatible con la esencia de la meditación.
Meditar requiere, sobre todo inicialmente, cierto esfuerzo y constancia pero en ningún caso ha de ser una complicación más en nuestra vida.
Podemos practicar la meditación tanto en posiciones de completa inmovilidad física, como a través de una suave y fluida ejecución de movimientos. La respiración pausada y apacible nos ayuda a serenar la mente, y la atención mantenida en el aquí y ahora nos conduce por el camino de la quietud, de manera casi imperceptible.
Obtener libertad de mente y espíritu y ampliar nuestro estado de conciencia, a través de una visión clara y profunda del propio mundo emocional y de la realidad que nos rodea, es objetivo central en la meditación.
El indicador más fiable para poder apreciar el verdadero valor de cualquier práctica de
crecimiento personal es, sin duda, constatar que nos proporciona más capacidad de establecer lazos más amorosos, o como mínimo más respetuosos y solidarios, con todos los seres vivos.
Cuando la meditación nos aporta este resultado, podemos confiar en que estamos utilizando correctamente esta fantástica herramienta evolutiva.
Algo que debemos tener en cuenta, para no caer en ello, es el riesgo de generar un hedonismo autocomplaciente, que suele generar vínculos de dependencia. Tampoco se trata de acabar envueltos en una gélida nube que enfría los sentimientos, para construir un impenetrable muro de silencio que nos aisle de los problemas y dificultades de la vida. Nada de esto tiene que ver con el verdadero significado de impasibilidad, imperturbabilidad o ecuanimidad, conceptos que solemos asociar a la práctica de la meditación.
Observar hacia dentro y desde dentro, nos involucra en el proceso de cristalización de un nuevo estado mental que pone en marcha un poderoso mecanismo de transformación emocional, y esto con total independencia de cualquier filosofía, ideología o creencia religiosa.
Uno de los mayores obstáculos para empezar a meditar es dejar que nuestras resistencias se vayan diluyendo por si solas, sin hacer nada por acelerar el proceso. Porque esa es esencialmente la actitud que alimentamos al meditar, no hacer nada, nada que no sea ser plenamente conscientes de lo que ocurre en el momento presente. Observar sin emitir juicios, sin analizar, sin comparar, sin oponernos ni ceder ante los pensamientos, simplemente observarlos y dejarlos pasar. Es el polo opuesto de una actitud pasiva o apática, porque mantener la atención centrada en el presente, observando la respiración, por ejemplo, requiere concentración, firmeza y determinación.
Una forma clásica de explicar el funcionamiento habitual de la mente es compararla con un mono o con un caballo desbocado. Cuando la mente está dispersa y va de un pensamiento a otro sin parar, es como un mono que juguetea y salta continuamente de rama en rama. Cuando se obsesiona, entra en una espiral que la lleva a actuar como un caballo desbocado que, en su agitada ceguera, acaba extenuado o despeñándose por un precipicio. Es mucha la energía que se despilfarra en estos procesos; energía que después falta donde más se necesita, y eso conduce a la ansiedad, al estrés.
Nuestro estilo de vida, repleto de estímulos sensoriales alentados por unos medios de comunicación que inciden desmesuradamente en los aspectos más negativos de la información, favorece que la superficialidad y el temor, en alguna de sus múltiples facetas, aniden en los recovecos de nuestro cerebro. Son muchos los circuitos neuronales que se establecen y refuerzan sobre esta base y que condicionan negativamente nuestros procesos mentales. La meditación promueve la creación y desarrollo de nuevas redes neuronales, que mitigan o contrarrestan estos efectos negativos y favorecen estados mentales más positivos y creativos.
Aunque un buen libro de meditación puede aportar una cierta base teórica que nos anime a empezar, enredarse en una maraña de conceptos más o menos exóticos, perderse entre los aderezos dulzones de una confusa terminología, no nos ayudará mucho. Al contrario, se puede quedar atrapado por un deseo insaciable de alimentar el intelecto, incrementando aún más el flujo de pensamientos y fomentando un estado de confusión que lleve a creer que, por el hecho de haber leído mucho o escuchado muchas conferencias, estamos en posesión de un profundo conocimiento sobre la meditación.
Como en todas las áreas de conocimiento, la auténtica comprensión es fruto de la experiencia, de la vivencia que proporciona la propia práctica regular y mantenida en el tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario